domingo, 13 de septiembre de 2009

A cántaros

Salir, sentir esta lluvia abundante, prodigiosa, generosa, rubicunda, poderosa,
oler a calle, a viento, a asfalto, a tierra, a río, a tiempo,
correr
con una bolsa en la cabeza
con un gorro en la cabeza
con pájaros en la cabeza
con las manos en la cabeza
con nada en la cabeza.

O mirar desde la ventana.
Los coches, la basura, los perros, las alacantarillas, las bolsas
de Mercadona, de Eroski, de Consum, de Carrefour, de Dia,
pegadas unas contra otras, decolorándose sutilmente,
la gente apresurada que busca refugio en puertas cerradas, el traje de domingo chorreando, los zapatos de domingo empapados, el peinado del domingo destrozado.

Esperar
a que escampe
a que amaine
a que pare
a que cese.

Ver
un rayo de sol
un atisbo de esperanza
un color del arco iris

Y desear al fin y al cabo que esta lluvia purifique, limpie, fije y dé esplendor
a esas manchas en el alma, a esas zurraspas en el corazón, a esas lágrimas que se están perdiendo, que parece que se están perdiendo, que se espera que se pierdan.

Pero la lluvia pasa, y el tiempo sigue, y la vida sigue y el olor a tierra mojada ha sido sólo un segundo, y el barro en los zapatos se acaba limpiando contra una acera y el teléfono sigue sin sonar y el olvido sin llegar.

Y el cielo, que parecía que se iba a caer, sigue ahí, lejano, inalcanzable, impasible, cómo si todo ese pequeño universo
que ha sido esta lluvia torrencial
no fuera con él.

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