sábado, 9 de enero de 2010

Ab urbe condita

Volver con la frente hirviendo de fracasos y derrotas
buscar el dulce sueño que es escaparse
donde nadie, o casi nadie, llega,
y...

Aguantar la sonrisa un poco más, por este segundo
en que podría haber dejado de esperar, pero...

Estirar el silencio por no romperlo por siempre
y que no doliese la herida,
pero...

No saber otra cosa, no haber comprendido
que el juego no era éste.
Esperar tan poco sin saber nada.
Querer fuera lo que no hay dentro.
Vivir sin saber,
o sin saberlo.

Y creer que fue la ausencia  o el silencio,
esa falta de cielo por la noche
y no esa nada cotidiana, ese vacío horrendo
que era conducir al infierno a mediodía
y regresar con dolor y no con risas,
ese saber que el amor de los solsticios
era un asunto pasajero
y la realidad un puñal incandescente
que atraviesa los deseos como óleos no pintados.

Y llorar sin lágrimas en dirección equivocada,
mirando lo pequeño, lo que parecía.
No hubo brillo entonces, no lo ha habido
para las sonrisas y las palabras.

Y ahora, siendo sueño el mediodía
las vigilias se eternizan a cada segundo.
Esta paz no es la que había.
Pero no quedan ya en el cielo
nada que ilumine.
Solo la sombra de la luz
y la rabia hacia las nubes.

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