jueves, 24 de diciembre de 2009

Asuntos pendientes

Dos mudanzas después, se encontró con un cartel en la mano y los brazos abiertos en una ciudad que no conocía. No recordaba ni cuanto tiempo había pasado. Sabía que meses nada más. ¿O era casi un año? De todos modos, daba igual, siempre era demasiado y aquellas vanas esperanzas del principio hacía tiempo que se habían disipado. Intentó poner toda la distancia posible por enmedio, pero nunca era suficiente. Intentó dejar pasar el tiempo, pero no bastaba. La herida estaba ahí.
Incluso intentó empezar de nuevo, darse esa oportunidad, pero imposible. Todo era un parche, un maldito parche.

Aquello no estaba bien, lo sabía. Tenía que dejar de volver una y otra vez a todo aquello, a lo bueno y a lo malo, a lo que pasó y a lo que pudo haber pasado. Tenía que mirar hacia delante... Romper con todo... Otra vez... Como si sirviese de algo...

Y allí estaba, enmedio de un montón de gente, con una sonrisa tan amplia como forzada, repartiendo abrazos a pefectos desconocidos... Pero eran falsos, y lo sabía. Era él quién necesitaba recibirlos. Quería creer que disimulaba bastante bien, que podía contagiar parte de una alegría y un entusiasmo de los que carecía. Lo había buscado por Internet, y había ido precisamente allá, lejos, para no encontrarse con nadie.
Para que nadie supiese que mentía.

Se separó de una mujer que se llevaba una sonrisa y volvió a alzar su cartel. Se detuvo. Allí delante estaba ella. Parada, petrificada, cómo lo estaba él. Tal vez esperase pasar por su lado sin ser vista, tal vez esperase el momento para acercarse. Tal vez muchas cosas... Se habían visto. Ella estaba tan bella cómo siempre. Él no, para variar.

Podía disimular, claro, podía mirar hacia otro lado, buscar otros brazos, otra gente. Pero tendría que apartar los ojos de ella. Ella podría... Ella lo miraba. ¿Qué pensaba?¿Qué quería? Ella podría haber seguido, agachar la cabeza, irse, darse la vuelta. ¿Qué hacía allí, tan lejos de su casa?¿Qué estaba pasando?

Él podía... Podría...

Pero solo se le ocurrió abrir los brazos, ofrecerse como si ella no fuese más que otra transeúnte curiosa por ese grupito de desgarbados y mal afeitados que se ofrecían a abrazar a todo el mundo. Ella caminó, lenta, hacia él. Iba abriendo los brazos también. Tímida, suave, con miedo. Seguía siendo tan todo... ¿Qué iba a pasar?¿Qué iba a quedar de todo aquello?

Ella cada vez más cerca. Su perfume, su aliento. Sus ojos, tan cerca. Su sonrisa. Sus labios. Tan cerca. Todo tan cerca. Y otra vez, entre sus brazos... Tan cerca. ¿Qué iba a pasar?¿Qué iba a quedar de todo aquello?

Se fundieron en un abrazo. Un único abrazo. Se estrujaron, se relajaron, se acariciaron suavemente la espalda, la nuca, reposaron con dulzura la cabeza sobre el hombro ajeno, buscaron refugio. Se hablaron sin hablarse, se contaron, se explicaron, se perdonaron. Se dijeron lo que no se habían dicho, se repitieron lo que ya sabían, volvieron al principio y otra vez al fin, pero esta vez la despedida fue otra. Más sincera. Más definitiva. Sin heridas.

Se separaron cuándo el cuerpo se lo dijo. Se miraron. Una sonrisa leve, un agradecimiento musitado y apenas oído. Ella, perdida otra vez en el tumulto, sin mirar atrás. Él, los brazos otra vez abiertos, buscando con los ojos a cualquier otro que se le acercase. Pero ahora necesitaba dar los abrazos, no recibirlos.

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