martes, 11 de agosto de 2009

Dragonlance





Hubo un tiempo que tuve un amigo. Eran tiempos de cambio, de irse descubriendo, de ir dejando atrás a los niños que éramos, de buscar puertas y salidas. Yo lo admiraba. Era fuerte, y seguro de sí mismo. Él me admiraba, yo era inteligente, y podía entender qué había en su alma. Fuimos una vez al cine. Vimos "El destripador de New York". Italiana. Espantosa.

Éramos sólo niños que aprendíamos a ser mayores.
Él me prestó unos libros. Eran libros de aventuras, libros para jóvenes. Libros que hablaban de héroes y princesas, de magos y dragones.

Muchos de esos libros todavía pueblan mi cabecera, y me acompañan. Muchos de mis buenos ratos vienen de todo aquello.

El tiempo pasó, crecimos. Antes o después, nos fuimos separando, nos fuimos distanciando. Buscamos nuestro propio camino. Pero cada vez que nos veíamos era una fiesta. Hablábamos, nos contábamos, nos reíamos. No recordábamos, porque seguíamos siendo amigos.

La última vez que lo vi, fue una nochevieja. Él estaba borracho junto a un árbol. Yo tampoco iba muy sereno... Nos dijimos cuán bebidos íbamos y poco más.

Tiempo después, quién sabe cuánto, decidió acabar con su vida. Tendría, tendríamos, poquísimo más de veinte años. Me lo dijo mi madre, siempre se le dio fatal dar las malas noticias. Al principio callé, me fui a mi cuarto, siempre mi refugio. Luego salí a llorar al balcón. Avise a algún conocido común. Uno de ellos, un antiguo maestro, me dijo que cada persona era libre de desconectar su vida cuándo quisiera.

Me armé de fuerzas y fui a su casa, al velatorio. Los tanatorios no habían llegado todavía. Era ya tarde y ya sólo estaba despierto su hermano. Casi todo el mundo se había ido. Fue la primera vez que vi un cadáver.
No había paz en su rostro. No parecía estar durmiendo. Estaba muerto.

A su lado, un crucifijo alto. Pero yo por entonces ya había perdido la fe. El día que la perdí, de hecho, mi amigo estaba enfrente de mí. Pero esa es otra historia.
Él no estaba en ningún sitio mejor. Simple y llanamente, ya no estaba. Sólo estaba su cuerpo, tendido en un ataúd frente a mí, las manos juntas, los ojos cerrados. No sonreía. Estaba muerto.
Y yo estaba allí, y su hermano. Sus padres se habían ido a descansar un rato. Supongo que no dormirían.

Yo sí dormí. Al día siguiente, la misa. Muy concurrida. Era conocido, y querido. Muchos antiguos compañeros de clase, y los dos fuimos repetidores compulsivos. A esa había que entrar. El sacerdote dijo que a veces ocurrían accidentes como ése. Recuerdo que eso me sentó mal.

Fueron al cementerio. Yo no fui. De hecho, nunca he visitado su tumba. De niño iba con mi madre a la de mi abuelo, pero después no he frecuentado mucho el cementerio. Alguna vez.

Recuerdo que fui a los recreativos. Ya por entonces, parece ser, me intentaba evadir delante de una pantalla. Aunque las recreativas siempre se me dieron muy, muy mal. Pero pusieron una canción, una canción que nos gustaba a los dos. Y no pude evitar llorar otra vez. La música me suele remover el alma, incluso la canción más chorra.

Pasó el tiempo, mi vida siguió. Llegaron los juegos de rol, los juegos de tablero. Sé que a él le hubieran gustado. De hecho, en su casa se quedaron algunos de mis libros de "Elige tu propia aventura". En mi casa se quedó su "Novelas ilustradas de Arthur Conan Doyle".
Recuerdo haberle dicho que sabía que existía un libro-juego en el que el lector podía revivir las aventuras de Raistlin. Pero nunca encontré ese libro-juego. Creo que no llegué a prestarle "Prisioneros de Pax Tharkas".

Ha pasado el tiempo. Mi vida siguió. La mayoría del tiempo ni me acuerdo de él. Pero acabo de leer la versión en cómic de una de las novelas que me prestó, y me ha venido a la cabeza.

Nadie sabe por qué lo hizo. Sólo que lo hizo. Aparentemente, comentaban, estaba tan bien. Tenía novia y todo.

Muchísimo tiempo después, me encontré con su madre. Me dijo que algún día pasara por su casa. No entendí muy bien por qué. No pasé. A su padre y a su hermano, que estudiaba filología inglesa (me tuve que leer a toda prisa "El señor de las moscas" para devolvérselo, que lo necesitaba), no los reconocería. Vendieron la tienda que regentaban. Era de deportes, tampoco es que las frecuente demasiado.

Y ya está. No hay final feliz. Ni siquiera final. Mi vida sigue y no sé cuándo me volverá a la cabeza que hubo un tiempo que tuve un amigo.

Por cierto, la canción era ésta:

No hay comentarios:

Publicar un comentario